Jorge Urdánoz sugiere, y yo apoyo su
propuesta, que se restrinja el nacionalismo, como credo emocional que es, a la
esfera privada de las personas. ¿Como ocurre con la religión? Exacto, como
ocurre con la religión. Podríamos entonces convivir con los demás de distintas
creencias (nacionalismos) sin necesidad de violencias ni conflictos. Pero
claro, habría que empezar prohibiendo esas marchas masivas de las que se
alimentan la emociones nacionalistas, y eso no será fácil en un estado
democrático. Atacar el problema en su raíz implica por tanto convencer a las
masas para que no se retroalimenten con esas manifestaciones. Lo cual sus
dirigentes no lo van a consentir. Independientemente de que se acepte o no la
idea de que el nacionalismo es una entelequia que radica en las cabezas de los
nacionalistas, sus síntomas se asemejan sorprendentemente a los de carácter
religioso:
Cuando oímos el himno de Ulán Bator no sentimos nada; en cambio, al oír
la Marcha real, Els segadors, el Himno
de Riego, el del
Real Madrid o el del Barça, vinculados a valores, ideología, tabúes y símbolos
propios, el cerebro del respectivo hincha patriota segrega automáticamente dos
hormonas específicas, la adrenalina y las endorfinas, que entran de inmediato
en acción. La adrenalina le aumenta el ritmo cardíaco, le dilata la pupila para
agudizar la visión ante el peligro y le induce una descarga de glucosa por si
el patriota se ve obligado a realizar algún esfuerzo agresivo, por ejemplo, liarse
a banderazos contra el bando contrario. De esa ciega pasión nacen las xenofobias, el odio o el miedo al otro, las banderas, las patrias y las fronteras. (Son reflexiones de Manuel Vicent.)
La fe suele ir acompañada de la emoción, una carga magnética que
los humanos probablemente compartimos con otras especies de mamíferos
superiores. Se trata de una reacción psicofisiológica ante lo real o lo
imaginario, que nos convierte en santos, en visionarios y en fanáticos. De esa
ciega pasión nacen las xenofobias, el odio o el miedo al otro, las banderas,
las patrias y las fronteras. Razón y fe nunca se cruzan, pero están enraizadas
en la vida y determinan nuestra convivencia. Si un extraterrestre, acostumbrado
a las leyes que gobiernan el universo, visitara España en este momento, creería
haber caído en un país de locos poseídos por pasiones pueblerinas, incapaces de
someter sus problemas políticos a la razón, estúpidos dispuestos a aniquilarse
una vez más por un ideal imaginario de unidad o independencia de una patria
hipotética, sin saber que esa montaña que la fe es capaz de mover, les puede
caer encima.
Pues bien, nuestro espacio público, nuestro
espacio oficial, en los estados democráticos lo hemos configurado como
aconfesional, laico (otra cosa es lo que tardemos en España en aplicar este
aserto de verdad), para que todas las religiones tuvieran cabida. De modo
similar tenemos que implantar un laicismo
nacional que, despojado de su ropaje sagrado, desplace esa cuestión desde
los libros de texto y la calle hasta las personales creencias de cada cual.
Tenemos, pues, que ayudar a esos cientos de miles abducidos a que piensen
las naciones no mediante fronteras, necesariamente geográficas, sino mediante su
constricción al ámbito de las creencias, subjetivas por necesidad.
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