viernes, 9 de marzo de 2018

1529 (V 9/3/18) Laicismo nacional

Jorge Urdánoz sugiere, y yo apoyo su propuesta, que se restrinja el nacionalismo, como credo emocional que es, a la esfera privada de las personas. ¿Como ocurre con la religión? Exacto, como ocurre con la religión. Podríamos entonces convivir con los demás de distintas creencias (nacionalismos) sin necesidad de violencias ni conflictos. Pero claro, habría que empezar prohibiendo esas marchas masivas de las que se alimentan la emociones nacionalistas, y eso no será fácil en un estado democrático. Atacar el problema en su raíz implica por tanto convencer a las masas para que no se retroalimenten con esas manifestaciones. Lo cual sus dirigentes no lo van a consentir. Independientemente de que se acepte o no la idea de que el nacionalismo es una entelequia que radica en las cabezas de los nacionalistas, sus síntomas se asemejan sorprendentemente a los de carácter religioso:
     Cuando oímos el himno de Ulán Bator no sentimos nada; en cambio, al oír la Marcha real, Els segadors, el Himno de Riego, el del Real Madrid o el del Barça, vinculados a valores, ideología, tabúes y símbolos propios, el cerebro del respectivo hincha patriota segrega automáticamente dos hormonas específicas, la adrenalina y las endorfinas, que entran de inmediato en acción. La adrenalina le aumenta el ritmo cardíaco, le dilata la pupila para agudizar la visión ante el peligro y le induce una descarga de glucosa por si el patriota se ve obligado a realizar algún esfuerzo agresivo, por ejemplo, liarse a banderazos contra el bando contrario. De esa ciega pasión nacen las xenofobias, el odio o el miedo al otro, las banderas, las patrias y las fronteras. (Son reflexiones de Manuel Vicent.)
   La fe suele ir acompañada de la emoción, una carga magnética que los humanos probablemente compartimos con otras especies de mamíferos superiores. Se trata de una reacción psicofisiológica ante lo real o lo imaginario, que nos convierte en santos, en visionarios y en fanáticos. De esa ciega pasión nacen las xenofobias, el odio o el miedo al otro, las banderas, las patrias y las fronteras. Razón y fe nunca se cruzan, pero están enraizadas en la vida y determinan nuestra convivencia. Si un extraterrestre, acostumbrado a las leyes que gobiernan el universo, visitara España en este momento, creería haber caído en un país de locos poseídos por pasiones pueblerinas, incapaces de someter sus problemas políticos a la razón, estúpidos dispuestos a aniquilarse una vez más por un ideal imaginario de unidad o independencia de una patria hipotética, sin saber que esa montaña que la fe es capaz de mover, les puede caer encima.
       Pues bien, nuestro espacio público, nuestro espacio oficial, en los estados democráticos lo hemos configurado como aconfesional, laico (otra cosa es lo que tardemos en España en aplicar este aserto de verdad), para que todas las religiones tuvieran cabida. De modo similar tenemos que implantar un laicismo nacional que, despojado de su ropaje sagrado, desplace esa cuestión desde los libros de texto y la calle hasta las personales creencias de cada cual.
      Tenemos, pues, que ayudar a esos cientos de miles abducidos a que piensen las naciones no mediante fronteras, necesariamente geográficas, sino mediante su constricción al ámbito de las creencias, subjetivas por necesidad.

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